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Palabras silenciadas

Foto del escritor: Vox NostraVox Nostra

Actualizado: 8 ago 2021

Por: Daniel Lesmes Cantillo


Tomada de: Agencia Anadolu


El 2 de mayo del 2002 ocurrió una de las masacres más brutales en nuestro país. Como si el universo hubiera confabulado junto a los astros o los demonios, un número aún incierto de personas que ronda entre 80 y 120 fueron asesinadas en el lugar que, para algunos, es el sitio más sagrado en la tierra: una iglesia. La masacre de Bojayá dejó en evidencia el problema estructural de la guerra en donde perteneces a un lado o al otro y en el cual no hay voz de aliento ni norma regente que te dé consuelo ante la brutalidad de la fuerza y la violencia. No bastaron las alertas, ni los comunicados, ni mucho menos los llantos luego de lo ocurrido. Lo único que quedó fue el odio, la tristeza, y el sufrimiento que reflejaba el desespero de familias enteras que fueron sepultadas bajo aquel techo



En principio, sería natural esperar una declaración de responsabilidad por parte de los asesinos de aquel 2 de mayo, pero el problema queda en evidencia cuando notamos que el villano está en cualquier dirección a la que miremos. Por un lado, la presencia de grupos beligerantes en el marco de la guerra excusan sus actos al considerarlos efectos secundarios del conflicto, dando de baja a cualquier manifestación de vida que haya a su paso. Por otro lado, un grupo insurgente pretende devolverle la seguridad perdida a las comunidades que se han visto enmarcadas por la violencia y que, en principio, eran de la gente y para la gente. Y no siendo suficiente, aquellos que prometieron proteger a la población civil de todo mal y peligro bajo una obediencia debida para garantizar los principios básicos de seguridad ciudadana no acudieron al llamado de los que juraron proteger. Ninguno acudió. Ninguno de los actores que debieron prevenir la masacre logró resistir contra el mal que, sin lugar a dudas, era evitable.


Ese día infame, cuando se escucharon los disparos, la gente solo pudo esconderse en el primer lugar que encontraron. Con tan mala suerte que era el lugar en donde beligerantes se ocultaban para atacar a los insurgentes que los acechaban cual león tras su presa. Entonces, con un ruido súbito que no era el de las trompetas del apocalipsis, el techo del lugar cayó encima de quienes estaban atrapados en el fuego cruzado de la guerra y los aplastó. Fue una guerra que no diferenció a sus verdaderos objetivos, una guerra ilegítima que se llevó la vida de gente inocente que, al día de hoy, no se ha podido terminar de llorar.


Al final cada quien regresó a su casa, menos los inocentes. No hubo derecho alguno que los protegiera, no hubo nadie que les dijera que ya estaban a salvo. Solo silencio y llanto. Esa misma semana hubo un pronunciamiento de los sobrevivientes. A falta de un abrazo, de un ideal de justicia, o de cualquier mínima expresión de humanidad, se profirió un conjuro que caería sobre todos los sordos y ciegos ante la vida de los demás: un conjuro que se fundó como el único recurso para demostrar algo de respeto y duelo por quienes no pudieron escapar.


“(…) Que las fuerzas del mal caigan sobre ellos y los destruyan… que cada gota de agua que beban de nuestros ríos se les transforme en sangre y que mueran de sed”.


Aquel grito proferido el 8 de mayo por los sobrevivientes aún hoy se escucha en el cauce del río Atrato, que más que las lágrimas de los callados, se lleva los recuerdos de una lucha interminable en donde los que no se arman, llevan las de perder.


*En memoria de las víctimas de la masacre de Bojayá del 2 de mayo del 2002, y de todas aquellas personas que sufren los efectos de la guerra directamente. Que sus voces nunca sean calladas.


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